De Cartier-Bresson a William Klein, Helmut Newton, Josef Koudelka o John Baldessari, las leyendas de la cámara revelan los secretos sobre su obra
ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS – Madrid – 04/12/2011 EL PAIS
Para Cartier-Bresson solo contaban los instantes, el resto se desvanece. El mesías del fotorreportaje, fallecido en 2004 a los 95 años, nunca buscó «la gran foto», solo la encontró. «Robamos para luego dar», confiesa un hombre que se define a sí mismo como un artesano de su oficio al servicio del único Dios de la cámara: el tiempo. Para la mayoría de los 33 maestros de la fotografía autorretratados en la serie documental ideada por William Klein Contactos -producida por el canal Arte y el Centro Nacional de la Fotografía francesa y editada ahora en España por Intermedio- el tiempo es mucho más que un reloj que marca las horas.
La obsesión es común a todos ellos. El tiempo y la memoria es la presa que la mayoría de los fotógrafos, ya sean documentalistas, poetas o artistas, necesitan cazar. Lo explican con su voz en off en las piezas de 13 minutos que discurren sobre el fondo de sus propias imágenes. De Cartier-Bresson al propio Klein, a Raymond Depardon, Josef Koudelka, Robert Doisneau, Elliot Erwitt, Helmut Newton, Sophie Calle, Nan Goldin, Nobuyoshi Araki, Hiroshi Sugimoto, Jeff Wall, John Baldessari, Bernd y Hilla Becher, Andreas Gursky o Martin Parr. Dividida en tres bloques (La gran tradición del fotorreportaje, La renovación de la fotografía contemporánea y La fotografía conceptual), la serie rastrea el latido creativo de hombres y mujeres que prefirieron mirar el mundo desde el objetivo de su cámara.
Cartier-Bresson era así de claro: «Si lo pienso, no sale». Tampoco le gustaba el retrato (pese a que fue célebre retratista de Camus, Matisse o Beckett, entre otros muchos); le exigía más rigor que cualquier otra disciplina. «El entorno», solía decir, «me importa tanto como el propio rostro».
William Klein, ideólogo de estas confesiones, recorre las ciudades de sus fotolibros -Nueva York, Tokio…- para afirmar que lo suyo es «una descarga de energía sensual y violenta» o que «el azar hace una foto». Lejos de ese golpe de calle, su compatriota Duane Michaels reivindica la verdad de los sueños: «Fotografiar la realidad es fotografiar la nada, lo esencial no está en la calle sino en las grandes emociones».
Testigos de la historia como el checo Koudelka (que se niega a explicarse a sí mismo, «no sé hablar, no me interesan las palabras») o testigos de la intimidad como Helmut Newton, el mirón entre los mirones, que señala como una de sus sesiones favoritas una que recoge la presencia cómplice y burlona de su esposa y colega, Alice Springs, mientras él fotografía a una modelo desnuda. «Siempre digo que a los hijos hay que matarlos», dice este maestro del erotismo. «Si una foto es fea, la mato. No tiene sentido defenderla. La gente joven cuida demasiado a sus bebés».
Lejos de los mandamientos del fotoperiodismo o del humor de Newton, la francesa Sophie Calle se espía a sí misma a través de los demás, el californiano Baldessari busca en la televisión, el cine y la basura imágenes fugaces mientras el japonés Araki hace recuento de una vida dedicado a las epifanías sobre su pasado y su futuro. «Cuando empecé reinaba el fotógrafo de Magnum y su objetividad. Había que negar los sentimientos propios. Mi camino era muy distinto. Me fotografiaba a mí mismo y lo que me rodeaba. Por eso fotografié mi luna de miel. Luego, mi mujer murió y aquellas fotografías cobraron una nueva dimensión: eran un presentimiento de su propia muerte». Curiosamente, el tipo que se hizo famoso por fotografiar pubis y pechos de centenares de japonesas, cree que la fotografía más dramática de su vida es la más pudorosa: solo se ven su mano y la de su mujer agarradas en su última despedida. Un desgarro muy distinto al vivido en los márgenes de la sociedad (donde la identidad sexual, las drogas y el sida trazaron un trágico destino) por la frágil Nan Goldin: «Cuando empecé quería conservar las huellas de la verdadera vida y la cámara era mi memoria… Finalmente, creo que mi obra es sobre el dolor y la dificultad de sobrevivir».
Pero quizá sea otro japonés, Hiroshi Sugimoto, quien vaya más lejos en la infatigable búsqueda del tiempo y de la memoria. La finura de su serie sobre viejas salas de cine resulta ser una espiritual reflexión del vacío. «Demasiada información nos conduce a la nada», dice él. En los tiempos de la sobreinformación y del infinito carrete digital, la frase resulta premonitoria. Lo único importante sigue siendo dar con el instante.