Llega a España el legado de Atget, uno de los grandes pioneros en el arte de la imagen – La Fundación Mapfre reúne 200 obras
ÁNGELES GARCÍA – Madrid – 26/05/2011 EL PAIS
Pasear por París, amén de una experiencia estética insuperable, fue elevado a las cumbres poéticas por Baudelaire, aquel flanêur que hizo del deambular toda una forma de expresión artística. Y aunque la norma dicta que en la vida nada suplanta al original, en el caso del callejear parisiense existe un sucedáneo de oro: abrir un libro y contemplar los mundos de Eugène Atget (Libourne, 1857-París, 1927) en sus viejas fotografías de finales del XIX. O mejor aún: asomarse a las salas de la Fundación Mapfre y ver la exposición que a través de más de 200 imágenes brinda a uno de los grandes pioneros de la fotografía documental.
Ajeno al mundo del arte y absolutamente desconocido en su vida personal, ni en el más salvaje de los sueños de Atget figuraba ver parte de su ingente obra en los museos. Pero la muestra Eugène Atget. El viejo París, con sus fotos escogidas entre un fondo de 4.000 procedentes del Museo Carnavalet de París o la George Eastmann House de Rochester (Nueva York), compone un emocionado e inquietante retrato de la ciudad luz… aunque en el París de Atget no deslumbre la luz precisamente. Son imágenes color sepia en las que se recorre la urbe de finales del XIX y principios del XX a través de las aldabas de las puertas, de las elegantes escaleras interiores, de los callejones alumbrados con farolas de aceite, de los patios perdidos y de las placitas con iglesias tapadas con anuncios publicitarios, de las pensiones sin rastro de estrellas, de los puestos de verduras y frutas y de las prostitutas apostadas en las puertas de las casas de citas.
Carlos Gollonet, comisario español de la exposición (después viajará a Rotterdam, París y Sidney) explica que los ambientes y tipos retratados hasta la extenuación por Atget «componen la auténtica Comedia humana à la Balzac». «Cámara en mano», añade, «hace retratos parciales, siempre interesados de lo que tiene delante».
Ese naturalismo hunde sus raíces en las circunstancias personales de Eugène Atget. No se formó como fotógrafo. Aterrizó en el nuevo arte tras haber trabajado en otros oficios y jamás tuvo o demostró ínfulas creativas. Se le consideraba un fotógrafo comercial que vendía lo que él denominaba «documentos para artistas»: paisajes, primeros planos, escenas de género, detalles que servían como modelo a pintores.
Pese a tanto modesto afán, cuando enfocó su lente en las calles de París, llamó la atención de instituciones como el Museo Carnavalet y la Biblioteca Nacional. Se convirtieron en sus principales clientes. Su atención huía de los tópicos de la belle époque. Ni hay rastro de cancanes, de domingos en el campo, ni de botellas de absenta en las mesas. Prefería fotografiar calles despobladas. Con su cámara de fuelle y el trípode, caminaba y disparaba una y otra vez sobre el rincón elegido. Espoleado por un interés científico, con el trabajo catalogado y clasificado se dirigía a los estudios de los artistas. Braque y Picasso demandaban sus modelos con asiduidad.
No fueron los únicos. Las vanguardias, especialmente el surrealismo, saludaron su obra con el entusiasmo de quien reconoce a un par. El hecho de que Man Ray fuera vecino y conocido contribuyó a ello. El artista coleccionó decenas de aquellas imágenes. Algunas se incluyen en un apartado de la exposición, acompañadas del álbum de color verde que las albergó durante muchos años. Ray hizo algo más por el fotógrafo errante. Junto a la también retratista Berenice Abbot trabajó por elevar la obra de Atget a la categoría de arte merecedor de ser expuesto en las instituciones. Un empeño no tan distinto al emprendido por Baudelaire para dignificar el mero paseo.