ANTONIO MUÑOZ MOLINA 06/11/2010 Babelia, EL PAIS
Dos hombres jóvenes andan atareados al mismo tiempo por las ciudades modernas de mil novecientos treinta y tantos, cada uno armado con su cámara fotográfica, con una actitud parecida de curiosidad y de urgencia, y no es probable que se hayan cruzado alguna vez, y ni siquiera que hayan sabido el uno del otro.
Santos Yubero, nacido en Madrid, en 1903, trabaja de reportero gráfico en su ciudad, que conoce como la palma de su mano, con el conocimiento íntimo de un autodidacta que se ha ganado desde niño la vida con trabajos azarosos, entre ellos el de la fotografía, para el que parece que sólo hace falta arrojo y un mínimo de destreza técnica. Horacio Coppola es tres años más joven y proviene de una familia culta y burguesa de Buenos Aires. Santos Yubero va de un lado para otro con sus gafas redondas de miope y su cámara y su trípode a cuestas, acuciado por la actualidad de las grandes circunstancias políticas, los crímenes escandalosos, las celebraciones populares de un Madrid que parece agitado por un trastorno permanente de multitudes: las que llenan los estadios de fútbol y las explanadas de los mítines, las que se congregan para saludar el advenimiento de la República o el entierro de un torero o el sprint final de una carrera ciclista.
Horacio Coppola pasea su mirada afable de extranjero por paisajes desiertos o muy poco habitados de capitales europeas que no son nunca Madrid: Budapest, París, Berlín, Londres, y en sus fotos no ocurre nada, o casi nada, y cuando ocurre algo lo sabemos a través de indicios no subrayados: en una calle de Berlín cuelgan banderolas de verbena y cada una de ellas lleva impresa una esvástica; en otra un trabajador montado en una bicicleta mira de soslayo con recelo, contra un fondo de bloques de viviendas obreras de estilo Bauhaus; quizás vigila la posible aparición de una patrulla motorizada de provocadores con camisas pardas. En las fotos de Santos Yubero la historia contemporánea estalla con el chasquido de un flash fotográfico: Manuel Azaña, gordo e íntimamente angustiado, se abre paso entre periodistas y curiosos por un corredor muy estrecho nada más recibir el encargo de formar a toda prisa el primer Gobierno del Frente Popular; José Antonio Primo de Rivera y un grupo de seguidores salen retadoramente a una calle hostil después de dar uno de los primeros mítines de la Falange y ya han encendido cigarrillos y se llevan las manos hacia el interior de los abrigos con un ademán que no se sabe si es el de guardar el mechero o el de palpar una pistola; junto a la entrada del Depósito de Cadáveres de Madrid yace un cuerpo que tiene algo de guiñapo manchado de sangre y el fotógrafo ha reconocido hace un momento, con la primera claridad del día, la cara de José Calvo Sotelo. Antes de irse, los ejecutores dejaron en el suelo el sombrero del muerto.
Las fotos de Horacio Coppola están en el Círculo de Bellas Artes, en una exposición al cuidado del galerista Jorge Mara. Basta cruzar la calle de Alcalá para encontrarse con las de Santos Yubero, que ha seleccionado y ordenado Publio López Mondéjar, archivero de la memoria fotográfica española. Como tantas veces, la pura coincidencia revela conexiones y disonancias que de otro modo no serían visibles. No es sólo que las ciudades de Coppola estén muchas veces desiertas y en el Madrid de Santos Yubero haya un desbordamiento de humanidad. Coppola retrata a la gente de lejos o de espaldas: en las fotos de Santos Yubero nos miran de frente fieras pupilas españolas. También la mirada de cada fotógrafo implica una actitud hacia el mundo que se vuelve más singular cuando se la compara con la del otro. Horacio Coppola, que había sido compañero de Borges en sus caminatas de noches enteras hasta los confines de Buenos Aires, es un observador tranquilo y ocioso, que se fija con preferencia en lo que no tiene ninguna importancia, que elude cuidadosamente el énfasis de un motivo demasiado ostensible. Se había comprado en Berlín una Leica de 35 milímetros, y da la impresión de que la usara como un pequeño cuaderno de notas, como un diario de viaje en el que se apunta rápidamente algo para no olvidarlo luego o se dibuja un boceto. El gran motivo de las artes en la segunda y la tercera décadas del siglo pasado, la ciudad moderna mecanizada y masificada, surgió al mismo tiempo que se perfeccionaban los adelantos técnicos más adecuados para retratarlo, la cámara de cine y la cámara Leica. Las otras artes les van a la zaga: la novela, la pintura, incluso la poesía. Y todas imitan de un modo u otro los ritmos entrecortados del montaje cinematográfico, las yuxtaposiciones del collage, el efecto de aluvión humano, instantaneidad y choque de mundos simultáneos que se habían convertido en la materia cotidiana de la fotografía. El poeta de entonces es un caminante tan alucinado como el fotógrafo: Lorca por Nueva York, T. S. Eliot por Londres, César Vallejo por París, Raúl González Tuñón por Buenos Aires.
Horacio Coppola había asistido en 1929 a una conferencia de Le Corbusier que le hizo mirar de otra manera las ciudades. Se movía, igual que Borges, en la órbita del selecto vanguardismo porteño de Victoria Ocampo, y en 1931 publicó algunas fotos en la recién fundada Sur. Viajó a Europa para estudiar en la Bauhaus, pero llegó a Berlín justo cuando los nazis celebraban sus primeros triunfos. Se bajaba de un tren y empezaba a caminar por una ciudad desconocida y ya estaba subyugado por ella. «Hay una primera Londres: ya avanzada la noche llego a Victoria Station y atravieso, en largo recorrido, el rastro de una ciudad inmóvil, ofreciéndome su intimidad silenciosa». Como un cuaderno instantáneo su cámara captaba lugares en los que nadie más había reparado, y les otorgaba un misterio que es el de las cosas más comunes cuando alguien que mira y sabe más que nosotros nos hace un gesto indicándonos que nos fijemos en ellas. Retrató solares vacíos, paredes medianeras vistas desde un tren elevado, calles adoquinadas de casas bajas en barriadas periféricas, mendigos dignos con sombrero y corbata y puños gastados y agujeros en el abrigo, escaparates de ferreterías pobres. Volvió a Buenos Aires en 1936 y unos pocos años después algunas de las ciudades de sus fotografías eran montañas de escombros.
Me dice Jorge Mara que Horacio Coppola sigue vivo y lúcido a los 104 años. Santos Yubero murió en 1994, con 91, después de abarcar con una energía prodigiosa la historia entera de medio siglo, como un Balzac o un Galdós de la fotografía, con la misma indiscriminada vocación de contarlo todo. En 1939 tomó fotos del primer Desfile de la Victoria franquista igual que las había tomado en 1931 de la proclamación de la República y en 1936 de los batallones de milicianos eufóricos por la toma del Cuartel de la Montaña, y retrató igual el miedo en la cara afilada de Manolete que en las de los presos políticos arrodillados obligatoriamente en una misa carcelaria. A diferencia de Coppola, no es muy probable que se viera a sí mismo como un artista.
El Madrid de Santos Yubero. Crónica gráfica de medio siglo de vida española. 1925-1975. Fondo del Archivo Regional de la Comunidad de Madrid. Sala Alcalá 31. Madrid. Hasta el 16 de enero de 2011. www.madrid.org. Horacio Coppola. Los viajes. Círculo de Bellas Artes. Madrid. Hasta el 26 de enero de 2011. www.circulobellasartes.com