Las siete de la tarde de aquel día, de aquel glorioso día. Los corazones en un puño fueron por fin liberados, y pudimos, después de tanto tiempo, respirar. Apenas muchos de nosotros podíamos creer lo que Harry Truman nos estaba anunciando, el fin de aquella terrible guerra había llegado, el fin de aquel sufrimiento por nuestro país, por nuestra gente, que sentíamos tan dentro, por nuestro mundo que había derramado tanta sangre.
Corría el año 1945 y nuestro presidente acababa de darnos la mejor noticia que se podría dar, acababa de darnos la única que esperábamos y queríamos escuchar. Japón se había rendido tras el lanzamiento de las bombas atómicas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, y con ello pudimos tocar el final de la II Guerra mundial, aquel día 14 de Agosto. De repente todo explotó. El país se lleno de júbilo. La gente, sin poder reprimir el ansia de celebrar que todo aquel caos había terminado, tomó las calles. Todos allí, nos sentíamos americanos, todos, incluso los que habíamos emigrado.
Corrí, o no sé si volé para reencontrarme con los neoyorquinos que estaban esperando para contarle a mi Leica M3 de 35mm como se sentían ante aquella noticia. Una sonrisa inundaba mi cara como un signo de plenitud que el alma no se molestaba en esconder, y no me sorprendió notar que no era la única persona a quien le ocurría esto, sino más bien todo lo contrario, no había nadie en todo Time Square que no sintiera lo mismo.
Entre la multitud podías distinguir soldados de la marina norteamericana que habían estado involucrados en la batalla, mezclados con civiles normales, ancianos, mujeres, niños, hombres, todos reían sin parar, algunos iban más allá, y su risa había tornado en lágrimas de pura felicidad, y no era para menos.
La gente se abrazaba, saltaba, iba de un lado para otro enloquecida de emoción, todos entendían a la persona que tenían al lado y en su mente residía la misma exclamación casi extasiada, el pueblo había perdido a muchos hermanos, pero ya no perderíamos ni a uno más.
Para ese entonces yo era fotógrafo en la prestigiosa revista “Life” y mi misión era inmortalizar aquel momento para la historia. Reaccionaba a cada estímulo con la precisión de un depredador ante un paisaje lleno de presas, pero estas, además, estaban deseando ser devoradas por un disparo rápido y fugaz. El mundo sabría para siempre como nos sentíamos en ese momento.
Entonces mis ojos se posaron en él, un marinero que abrazaba y besaba a todas las mujeres que se cruzaban en su camino y, justo en su trayectoria, estaba ella, aquella enfermera, allí parada, en medio de la gente, totalmente ajena a que iba a ser el símbolo y sería por siempre un icono de aquel día y de aquella emoción que nos embaucaba.
Me concentré en ella, en el momento y, como era de esperar, el marino se le acercó, la tomó en sus brazos y la besó. Y cuando eso ocurrió, yo los tenía encuadrados en el visor, mis mediciones estaban hechas de manera casi automática, ese estupendo día veraniego me permitía disparar con una velocidad de obturación muy alta con una película de ISO 100, con lo que congelaba los momentos a discreción, esto logró parar el movimiento pero mantuvo la sensación del mismo en la gente de alrededor y en la mano de la muchacha, ya que todo sucedió en milésimas de segundo. Mi ojo se fijaba como el de un halcón, abrí el diafragma para que se pudiera ver claramente a la pareja, un poco menos a la gente que la rodeaba, y que el fondo apareciera como una maraña de gentío.
Ante el tumulto de gente me desenvolvía sin captar apenas la atención de nadie, pues la euforia colectiva no les dejaba discernir entre un fotógrafo o un civil normal sin más pretensiones, un perro o un niño, simplemente todos estábamos allí. Esto me daba la oportunidad de estar justo delante de los motivos que quería captar con mi objetivo de 50mm y de esta manera, poder ser los ojos del mundo ante este acontecimiento, quería que todos pudiesen contemplar lo que veía como si ellos mismos hubiesen podido estar ahí, delante de aquella esporádica pareja. La mujer ni siquiera era consciente de mi proximidad ni mis intenciones, cuando ya estaban enfocados, y…… disparé, en el climax de aquel beso que duró mucho menos que el desconcierto de la joven, a la cual pilló totalmente desprevenida.
Elegí un plano entero, porque sabía que el factor sorpresa con el que jugaba él, daría lugar a una bonita forma, y no me equivoqué. Él la agarró con fuerza, apoyando la cabeza de ella en su brazo, debido a esto ella arqueó su cuerpo y subió ligeramente un pie, creando una pose en los brazos sumamente delicada, con aquel pañuelo en la mano derecha. Después él se alejó y la dejó allí bastante aturdida por su acción, ya que ella no se imaginó ni por asomo lo que iba a ocurrir en ningún momento. Pero había que entender que no era cualquier día y que ese beso, no tenía el significado de cualquier beso.
Seguí deleitándome del momento, capturando aquellas imágenes en aquel ambiente privilegiado, con las que todo fotógrafo sueña, un pueblo pletórico y radiante, disparos rápidos, momentos decisivos, mi película de 36 echaba humo, no puedo recordar cuantas necesité para retratar todo lo que sucedía a mi alrededor. El 27 de Agosto de 1945, la fotografía fue portada de la revista “Life” con el título de “VJ The kiss” (Victoria sobre Japón, El beso), donde se reflejaba a dos totales desconocidos besándose en mitad de Time Square, celebrando el fin de la guerra.
Dos desconocidos, dos figuras, tan próximas al fin. Enfermeras y marineros, que habían luchado en la guerra, que habían estado allí codo con codo. Y creamos sin saberlo un símbolo que perduraría a través del tiempo.