A Richard Misrach las pirámides habían dejado de emocionarle. El cansancio y la costumbre de verlas durante días lograron que el estremecimiento que sintió al enfrentarse a ellas por vez primera fuese ya sólo un vago recuerdo. Hacía más de una hora que había dejado de hacer fotos. La única razón por la que no guardaba la cámara en la maleta era porque se encontraba agotado. La calima hacía que la gravedad pareciese doblemente pesada. Miro al reloj y comprobó que aún quedaba al menos una hora para que su ayudante pasara a recogerle con el coche. Estaba impaciente por ver si las imágenes que guardaban las placas disparadas en los últimos días merecían la pena. Pero para eso antes tenía que regresar a Estados Unidos. El agua del Cairo no sólo destrozaba el estómago de los incautos viajeros que se decidían a probarla, también los negativos.
Sintió que la mente se nublaba y creyó ver moverse una sombra junto a la pirámide. Cerró los ojos, respiró hondo, se tumbó apoyando la cabeza contra la mochila y se tapó la cara con el sombrero. Permaneció así durante varios minutos. Al incorporarse para coger la cantimplora miró al frente y lo que vio le sacó sobresaltado de su letargo. Aquella sombra no era ningún espejismo. Ahora la veía desplazarse claramente en la lejanía, como un animal sigiloso. Se puso en pie para observarla mejor. Acertó a entender que se trataba de una figura humana. Caminaba observando con aire distraído las piedras, con la misma despreocupación del paseante que mata el tiempo contemplando escaparates.
Misrach rebuscó en la maleta en la que guardaba su equipo para ver si tenía algún chasis con película. La suerte estuvo de su parte. Aún quedaba uno con dos placas, con dos oportunidades. Desplazó la cámara un par de metros con una energía que momentos antes le hubiese sido imposible reunir, miró por el visor, enfocó, movió el trípode para realizar un encuadre provisional y le asaltó una tremenda duda ante lo que vio. La figura se veía diminuta, insignificante. Seguramente en la foto apenas sería una mancha irreconocible. Esperar era arriesgado, pero no tenía otra opción.
Acertó a darse cuenta que había confundido a ese personaje con una sombra porque vestía de riguroso negro cuando se detuvo a 100 metros de él. Misrach no tenía claro si aquel hombre se había percatado de su presencia. Tras cierta vacilación decidió seguir andando en dirección a la cámara. El fotógrafo aprovechó para mover algunos centímetros la máquina. Era importante que la misteriosa figura apareciese en el centro de la imagen. Algo que sucedió cuando avanzó unos cuantos metros. Para entonces el diafragma estaba lo suficientemente cerrado como para captar el paisaje y a su protagonista con la máxima nitidez posible. Entonces, repentinamente, el hombre se giró y dio la espalda a Misrach. Un poderoso instinto hizo que sus dedos apretaran el botón de disparo. No tuvo necesidad de usar la segunda placa. Aquel viaje había terminado.
Dos semanas después encendió la luz blanca del laboratorio, sacó la copia de la bandeja del lavado y la observó durante un par de minutos. Reparó en que no recordaba nada de aquella tarde tras disparar la cámara. Una sonrisa iluminó su rostro.