Félix de Azúa Madrid 26 FEB 2012 EL PAÍS
Hace unos días leí a un cronista de diario describir la así llamada “crisis” como un arrasamiento de las condiciones vitales de gran parte de la población trabajadora, lo cual es cierto, pero añadía que estábamos regresando a la época de Dickens. Este tipo de manifestaciones bombásticas son harto frecuentes e indican una ignorancia total de la época de Dickens, o de la nuestra. Por lo visto el cronista no sabía que en la Inglaterra victoriana los niños empujaban vagonetas en las minas de carbón. Su esperanza de vida era de siete años, pero a pesar de ello salían más baratos que las mulas.
No es necesario ir tan atrás. Basta con saltar a Georgia, Carolina, Virginia, Pittsburg o Nueva York en 1910. O a Macedonia, Serbia, Grecia en 1919, así como a otros cientos de lugares y fechas del siglo XX. Los que he mencionado son los que están a la vista de cualquier espectador en la excelente exposición de Lewis Hine de la Fundación Mapfre. Allí pueden verse las caras tiznadas de casi un centenar de niños que partían piedras en las minas de Virginia. Sus ojos parecen agujeros perforados en una máscara negra. O las niñas que trabajaban doce horas en las fábricas textiles de Carolina. O los niños empleados por las serrerías, el algodón, el vidrio, en tareas que pocos adultos soportaban.
Las fotografías de Hine, un hombrecito con cara de ratón que vivió entre 1874 y 1940, son un testimonio colosal sobre la vida de los trabajadores hace cien años. Verdaderos iconos, muchas de estas fotos las hemos visto en los lugares más insospechados, desde portadas de libros hasta cubiertas de vinilos rockeros, sin saber que eran suyas. Verlas ahora juntas es en verdad emocionante.
Hine no buscaba la compasión, ni el sentimentalismo, ni siquiera la caridad. Él era un documentalista, lo que no excluye, por supuesto, que algunas de sus placas sean para nosotros verdaderas obras de arte del mismo modo que hoy nos admiran algunos frescos góticos que en su momento fueron tan artesanales como la herrería. A él le interesaba el mundo del trabajo porque sus fotografías eran también duro trabajo y por eso no sólo expone el dolor, el sufrimiento, la explotación o la miseria, no se recrea sólo en los horrores de la sociedad industrial. También es consciente de que el trabajo es un modo de dominar el mundo, de controlar las condiciones de nuestro dolor, de nuestro sufrimiento, e incluso las condiciones de nuestra explotación.
Por eso la sociedad americana que en el primer tercio de siglo XX le había proporcionado aquellas imágenes infernales, cambia por completo en los años treinta cuando Hine fotografía la épica del trabajo. Son sus célebres imágenes de la construcción del Empire State Building, un canto glorioso a la audacia, el esfuerzo, el sacrificio y la imaginación de los humanos. Aquellos obreros que colgaban sobre el vacío estaban siendo fotografiados por un frágil hombrecillo de cincuenta y siete años que también colgaba sobre el vacío. Un trabajador entre otros trabajadores que hacía funambulismo entre cables y jácenas.
Alguna de esas imágenes, como la archicélebre de Ícaro sobre el ESB, forma parte de la más auténtica y vigorosa poesía social del siglo XX, un verdadero arte del trabajo. Contra el tópico establecido, la lírica del obrero no se llevó a cabo en los países socialistas, sino en EEUU. La épica bolchevique o maoísta es gélida, oficinesca, de un colosalismo mesopotámico, demasiado similar a la representación de los nazis. No hay lugar para la dignidad, la alegría, la gracia, la fantasía o la celebración de la cuadrilla. Los obreros de Hine, en cambio, son propiamente humanos, están construyendo estructuras colosales, pero además celebran la vida y el trabajo.
En su extraordinario libro Men at Work, parcialmente reproducido en el catálogo, Hines comienza diciendo: «Las ciudades no se construyen a sí mismas, las máquinas no pueden hacer máquinas a menos de que tras ellas estén el cerebro y el sudor de los hombres. Llamamos a nuestra época la era de la máquina. Pero cuantas más máquinas utilizamos, más hombres verdaderos necesitamos para hacerlas y dirigirlas». Sus fotografías son cantos poderosos del siglo XX, un tipo de canto que entre nosotros ya es imposible porque nuestras máquinas han dado un salto abstracto y enigmático para construir un mundo nuevo, inasible, invisible, que aún no sabemos cómo representar.
Dije al comienzo que era desolador constatar hasta qué punto muchos políticos y cronistas no han asimilado la velocidad con la que el siglo XX se ha alejado de nosotros. Aquel mundo de las máquinas tenía una característica hoy inexistente: el esfuerzo, el dolor, el sacrificio, podían dar como resultado una sociedad cada vez más abierta, unas construcciones grandiosas, una mayor libertad y una educación admirable. Hoy no sabemos cómo usar el sacrificio, el dolor y el sufrimiento de manera que no sean exclusivamente negativos. En consecuencia, los anulamos. De ahí la desaparición de la ética en la política: si no hay motivos para sacrificarse, entonces todo está permitido.
El mismo día en que leí lo de Dickens vi por televisión a unos burócratas que jamás habían pisado el mundo del verdadero trabajo cantando la Internacional con el puño en alto.