Parece que fue ayer. Pero ha pasado mucho tiempo.Y ahora, cuando me piden que cuente la historia de aquella fotografía y que desvele su secreto, un secreto que solo los más observadores han conseguido intuir, tengo la sensación de que no solo ha pasado demasiado tiempo, sino que ha pasado demasiado deprisa.
Pero no tanto como para que no recuerde todos los detalles, como si la foto la hubiese tomado ayer mismo.
Algunas de mis imágenes han quedado grabadas en algún escondido rincón de mi subconsciente y de vez en cuando hay algo que las rescata del olvido de una manera automática, como si se activase un resorte que iniciase de nuevo el proceso de positivado del papel en el cuarto oscuro de mi memoria hasta que después de unos segundos la imagen se va formando ante mí como en aquel otoño de 1953, para quedar finalmente fijada sobre mis recuerdos.
Era el mes de noviembre de 1953 y, como muchos días, cogí mi cámara Leica y me dispuse a recorrer las calles de Paris para observar ese espectáculo gratuito que permanentemente me ofrecían mis contemporáneos y que, de vez en cuando, lograba fotografiar. Ahora las cosas han cambiado y hay en la gente una enorme agresividad. Nadie tiene tiempo y las personas han perdido la frescura y la espontaneidad. Cada vez es más difícil hacer fotografías en la calle y si alguien se reconoce en una fotografía es bastante probable que te demande. Pero aquel martes de finales de noviembre las cosas eran distintas.
Cuando antes de salir de casa me asomé a la ventana de mi modesto apartamento en el Paris antiguo pude comprobar que durante la noche había llovido. Como casi todos los días de aquel noviembre. Uno de los secretos mejor guardados de Paris es que llueve alrededor de doscientos días al año.
Había dejado de llover pero el día era gris y frio. La abundancia de nubes me iba a proporcionar en la calle una luz suave aunque también poco contrastada, pero esto era lo habitual en Paris. Cargué mi Leica con un rollo de 36 exposiciones de la película Panchromatic Hipersensitive de Ilford, la famosa HP3 de 200 ASA (que me permitía disponer de una sensibilidad extra si exponía a 400 ASA y forzaba un punto el revelado) y dirigí mis pasos hacia el Pont des Arts. Por aquel entonces solo hacía fotos en blanco y negro. No utilicé película en color hasta que en 1960 viajé a California a realizar un reportaje para la revista Fortune.
Este puente era el museo de arte más efímero que el género humano haya inventado. Sobre su asfalto infinidad de artistas practicaban la pintura con tiza a mano y sus obras eran lavadas por el primer chubasco o reducidos a polvo bajo los pasos de los viandantes. Siendo martes y después de la lluvia de la noche anterior lo previsible era que el asfalto apareciese totalmente limpio.
Caminando por el puente observé que, a pesar del frio, un hombre estaba pintando sobre un lienzo en un caballete. En un principio pensé que estaba pintando el paisaje urbano que se veía detrás de la barandilla al otro lado del rio, pero al acercarme más pude observar que sobre su lienzo aparecían los esbozos de algo parecido a la Maja desnuda de Goya. Mi sorpresa aumentó cuando pude ver a la mujer que estaba sentada en un banco frente al pintor, casi oculta a mi vista tras el cuerpo de éste. Mientras me movía buscando un punto de vista interesante que me permitiese ver a través del visor al pintor, al lienzo y a parte de la modelo, un hombre se acercaba caminando desde el lado opuesto del puente con un pequeño fox terrier sujeto por una correa. De manera casi automática tomé las decisiones técnicas necesarias. Siempre he pensado que el fotógrafo debe utilizar la técnica como las acciones que realizan los animales, de manera casi instintiva; debe dominar la técnica para poder actuar de forma automática y así no perder concentración sobre los aspectos que realmente importan en la creación de una imagen.
El objetivo de 50 mm de mi Leica me proporcionaba una perspectiva muy parecida a la de mi propia visión, lo que consideré muy adecuado a mis pretensiones compositivas. La sensibilidad de la película HP3 forzada a 400 ASA me permitió utilizar un diafragma lo suficientemente cerrado para conseguir la profundidad de campo necesaria de manera que todos los elementos de la imagen tuviesen una nitidez aceptable a pesar de las pobres condiciones lumínicas que me brindaba el cielo de Paris. Opté por un f8 de apertura, con una velocidad de 1/60, suficiente para evitar la trepidación con el objetivo de 50 mm.
En ese momento el viandante que caminaba con su perro se detuvo justo entre el pintor y mi cámara y, de espaldas a mí, se asomó con curiosidad para escrutar el lienzo mientras el fox terrier, ajeno a la creación artística, se paró frente a mí mirándome con atención.
Y esa fue mi suerte. Una suerte que, por otra parte, acostumbraba a buscar, ya que siempre me he considerado un pescador de imágenes y en este caso llevaba bastantes días con mi anzuelo preparado en el Pont des Arts.
De pronto ese azar fotográfico que rara vez se muestra favorable hizo que todos los elementos de la fotografía se organizaran y me ofrecieran esa combinación de luces y sombras que cuando apreté el disparador de mi cámara oscureció las sales de plata de la película y creó, al mismo tiempo, una imagen latente en mi alma fotográfica que se revela cada vez que se enciende la ampliadora de mis recuerdos.
Pero en esta imagen que se ha formado en el cuarto oscuro de mi cerebro tampoco se ve a la mujer que está sentada en el banco frente al pintor, oculta por él. Tan solo su pie calzado con un elegante zapato de tacón da testimonio de su misteriosa presencia.
Robert Doisneau, 1990
Rafael de la Torre, 2013
1 comentario. Dejar nuevo
Genial!!!
Intentaré participar en la actividad con mis modestos conocimientos fotográficos…