Ahora que vamos a visitar el próximo miércoles la exposición antológica de Gervasio Sánchez en Madrid cobra de nuevo actualidad para nosotros (y para todo el mundo) el discurso que Gervasio pronunció con motivo de la concesión del Premio Ortega y Gasset de periodismo en 2008 y que reproduzco a continuación íntegramente.
En el acto estaban presentes la Vicepresidenta del Gobierno, varias ministras y ministros, exministros del Partido Popular, la Presidenta de la Comunidad de Madrid, el Alcalde de Madrid, el Presidente del Senado y centenares de personas.
Estimados miembros del jurado, señoras y señores:
Es para mí un gran honor recibir el Premio Ortega y Gasset de Fotografía convocado por El País, diario donde publiqué mis fotos iniciáticas de América Latina en la década de los ochenta y mis mejores trabajos realizados en diferentes conflictos del mundo durante la década de los noventa, muy especialmente las fotografías que tomé durante el cerco de Sarajevo. ….
Quiero dar las gracias a los responsables de Heraldo de Aragón, del Magazine de La Vanguardia y la Cadena Ser por respetar siempre mi trabajo como periodista y permitir que los protagonistas de mis historias, tantas veces seres humanos extraviados en los desaguaderos de la historia, tengan un espacio donde llorar y gritar.
No quiero olvidar a las organizaciones humanitarias Intermon Oxfam, Manos Unidas y Médicos Sin Fronteras, la compañía DKV SEGUROS y a mi editor Leopoldo Blume por apoyarme sin fisuras en los últimos doce años y permitir que el proyecto Vidas Minadas al que pertenece la fotografía premiada tenga vida propia y un largo recorrido que puede durar décadas.
Señoras y señores, aunque sólo tengo un hijo natural, Diego Sánchez, puedo decir que como Martín Luther King, el gran soñador afroamericano asesinado hace 40 años, también tengo otros cuatro hijos víctimas de las minas antipersonas: la mozambiqueña Sofia Elface Fumo, a la que ustedes han conocido junto a su hija Alia en la imagen premiada, que concentra todo el dolor de las víctimas, pero también la belleza de la vida y, sobre todo, la incansable lucha por la supervivencia y la dignidad de las víctimas, el camboyano Sokheurm Man, el bosnio Adis Smajic y la pequeña colombiana Mónica Paola Ojeda, que se quedó ciega tras ser víctima de una explosión a los ocho años.
Sí, son mis cuatro hijos adoptivos a los que he visto al borde de la muerte, he visto llorar, gritar de dolor, crecer, enamorarse, tener hijos, llegar a la universidad. Les aseguro que no hay nada más bello en el mundo que ver a una víctima de la guerra perseguir la felicidad.
Es verdad que la guerra funde nuestras mentes y nos roba los sueños, como se dice en la película Cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi.
Es verdad que las armas que circulan por los campos de batalla suelen fabricarse en países desarrollados como el nuestro, que fue un gran exportador de minas en el pasado y que hoy dedica muy poco esfuerzo a la ayuda a las víctimas de la minas y al desminado.
Es verdad que todos los gobiernos españoles desde el inicio de la transición encabezados por los presidentes Adolfo Suarez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero permitieron y permiten las ventas de armas españolas a países con conflictos internos o guerras abiertas.
Es verdad que en la anterior legislatura se ha duplicado la venta de armas españolas al mismo tiempo que el presidente incidía en su mensaje contra la guerra y que hoy fabriquemos cuatro tipos distintos de bombas de racimo cuyo comportamiento en el terreno es similar al de las minas antipersonas.
Es verdad que me siento escandalizado cada vez que me topo con armas españolas en los olvidados campos de batalla del tercer mundo y que me avergüenzo de mis representantes políticos.
Pero como Martin Luther King me quiero negar a creer que el banco de la justicia está en quiebra, y como él, yo también tengo un sueño: que, por fin, un presidente de un gobierno español tenga las agallas suficientes para poner fin al silencioso mercadeo de armas que convierte a nuestro país, nos guste o no, en un exportador de la muerte.
Muchas gracias.