ROSA MONTERO 24/07/2011 EL PAIS SEMANAL
Me está sucediendo algo un poco raro con las fotos: cuando abro el periódico cada día y se me desparraman las coloridas instantáneas por encima de las manos, al primer golpe de vista casi siempre me parecen falsas. Es decir, fotogramas de una película, puro simulacro. No es que sospeche de verdad que sean un montaje, no se trata de un pensamiento articulado, sino sólo de una sensación fugitiva pero clara, de una primera impresión que me veo obligada a corregir conscientemente. Y así, tengo que decirme: no, no es una escena de un telefilm, esa sangre tan increíblemente brillante, tan de titanlux, que embadurna la camiseta de ese cadáver tan estéticamente tirado sobre el suelo, es sangre real y ha salido del interior de ese muerto auténtico.
Esto que acabo de describir me pasó concretamente hace un par de meses ante la imagen espectacular de una víctima de las revueltas egipcias. Y quizá sea ésa una de las causas que originan la sensación de falsedad: que las fotos ¡suelen ser tan espectaculares, tan buenas, tan bellas incluso en el retrato del horror! Entiéndanme: me encanta el arte de la fotografía y no me quejo de que tengan calidad, antes al contrario. Pero lo cierto es que somos las primeras generaciones de humanos que estamos viviendo inmersos en un mundo de imágenes. Una catarata de estímulos visuales cae sobre nosotros cada día, como nunca jamás antes tuvo que experimentar la Humanidad; y sin duda esa vivencia nos está alterando de algún modo nuestra relación con el mundo.
Sobre todo porque gran parte de esa lluvia visual está formada por realidades ficticias: las películas, los anuncios publicitarios, los telefilms… No es de extrañar que las fronteras entre lo documental y lo fingido nos resulten resbaladizas. De manera algo perversa, estamos empezando a valorar más lo artificial que lo verdadero. Ya lo señalaba hace unos años mi querida y admirada Maitena en una de sus páginas cómicas: cuando queremos alabar la belleza de unas rosas, decimos que parecen de plástico; para resaltar la hermosura de un bebé, comentamos que es como de anuncio de televisión; si pretendemos ensalzar un paisaje natural, explicamos que es como de película… Vivimos en la apoteosis de la falsedad. Sólo las fotografías en blanco y negro siguen ofreciente una persistente sensación de autenticidad, porque hoy el mundo visual es en color, y porque el blanco y negro nos remite a un tiempo pasado en el que las imágenes no eran tan preponderantes en nuestra vida.
Por otro lado, entiendo el relativo consuelo que las buenas fotografías nos proporcionan. Al encerrar la realidad, caótica, espantosa, incomprensible e hiriente, en el marco definido de una instantánea, y al otorgarle una perspectiva y una cualidad estética, estamos rescatando y redimiendo con belleza el ciego horror. El arte hace eso, ordena el mundo y le confiere una apariencia de sentido.
Sea como fuere, hay fotos impactantes que cuentan historias muy complejas. A veces me quedo horas contemplando alguna. Como la que salió en EL PAÍS el pasado jueves 30 de junio… Una instantánea de la agencia AFP que mostraba, y reproduzco el pie de foto, a «un grupo de soldados extranjeros abandonando el hotel Intercontinental de Kabul tras participar en la operación contra los talibanes». Era un fotón increíble; fusil en mano, cuatro hombres caminaban hacia el objetivo con ropa militar de asalto, el pecho cruzado de pesados correajes y erizados artilugios bélicos. El único que miraba a cámara era también el único que se había quitado el casco. Un tipo guapo, barbudo, sucio, de pelo largo y pegoteado por el sudor, con unos ojos negros como pozos, conmocionados, un punto enloquecidos, unos ojos sin duda oscurecidos por lo que habían visto. Por un lado de la cara le bajaba un reguero de sangre (¿suya?) y sus dos manos también estaban ensangrentadas: de qué cuerpo sería todo eso. Si te fijabas un poco más, descubrías que uno de los cuatro hombres no llevaba armas ni uniforme, sino ropa normal y un pañuelo árabe al cuello; cubierto con un casco distinto, se tapaba la cara con las manos para que su rostro no fuera capturado por el fotógrafo… Sin duda era un civil afgano que colaboraba con las tropas (¿un guía, un traductor?) y el reconocimiento de sus compatriotas podría significar su muerte… Los otros dos soldados ni se daban cuenta de estar siendo fotografiados: se les veía agotados, sudorosos, acarreando sobre los hombros un peso excesivo, el sucio peso del mundo. La imagen capturaba a la perfección el inevitable salvajismo de la violencia y a una humanidad doliente y desesperada, víctima y verdugo al mismo tiempo. Era una instantánea tan elocuente que parecía el fotograma de una película, como diría Maitena.