QUINO PETIT 26/09/2010
‘La maleta mexicana’ escondía restos de la Guerra Civil desconocidos hasta ahora. encontrarla hace dos años y medio fue un acontecimiento mundial. ‘El país Semanal’ indaga en los misterios que había en su interior: tres cajas con negativos inéditos de Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour.
Esta aventura comienza en plena guerra civil española. Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour, tres grandes fotógrafos del siglo XX, narraron la contienda con sus cámaras desde un punto de vista: el del bando republicano que se enfrentaba a las tropas franquistas. Sus instantáneas se convierten en iconos. Testimonios del combate atroz, del sueño de resistencia al avance del fascismo en Europa, del penoso exilio tras la derrota en 1939. Sin ellas resulta imposible entender la historia del fotoperiodismo. Pero tampoco la historia de España. Muchas otras imágenes que tomaron durante la Guerra Civil no llegaron a conocerse. La razón estriba en una serie de avatares que arrancan cuando Imre Csiki Weisz, ayudante de laboratorio de Robert Capa, recibió el cometido de salvaguardar tres cajas de cartón.
Estamos en el París de finales de 1939. Ante la aproximación del ejército alemán, Capa huye a Estados Unidos. Teme ser capturado como ciudadano de país enemigo o simpatizante comunista. Los negativos que deja en el estudio parisiense del número 37 de la Rue Froidevaux quedan a cargo de Csiki Weisz. Pero, al igual que Capa, Weisz es emigrante húngaro judío. Y también decide escapar. Lleva consigo, entre otros documentos, esas tres cajitas de cartón llenas de negativos con fotos de Capa, Taro y Seymour que acaban en una oficina diplomática mexicana en Francia con la probable intención de Csiki de dejarlas a buen recaudo. En algún momento, y en circunstancias aún desconocidas, el general Francisco Aguilar González, embajador de México ante el Gobierno de Vichy entre 1941 y 1942, se apodera de aquellas cajas. Debió de incluirlas en el equipaje cuando regresó a la capital de su país. Allí permanecieron durante casi siete décadas.
Muerto el General, los cofres pasan a manos de sus herederos. Uno de ellos cede el acervo al mexicano Benjamín Tarver, quien contacta en 1995 con un profesor universitario estadounidense para pedirle consejo sobre cómo catalogar aquel material fotográfico. Todo llega a oídos de Cornell Capa, hermano y custodio del legado de Robert desde su muerte en Indochina el 25 de mayo de 1954, tras pisar una mina. Benjamín Tarver ostenta un tesoro en su casa de México: los valiosísimos negativos que Cornell Capa, fundador del prestigioso International Center of Photography de Nueva York (ICP), llevaba años deseando localizar. Cornell intenta mantener una infructuosa relación epistolar con Tarver desde Estados Unidos. El embrollo recibe el título de la maleta mexicana de Robert Capa.
Pasaron más de diez años hasta que Cornell encontró un emisario para mediar con Tarver sobre la conveniencia de devolver a sus legítimos propietarios el legado que poseía. A principios de 2007, la cineasta Trisha Ziff, de origen británico y afincada en Ciudad de México, que había ejercido como comisaria asistente en el ICP, es la elegida para acercar posturas. El escritor y periodista mexicano Juan Villoro le asesora en sus conversaciones con Tarver y se proclama notario oficial al contar la noticia que dio la vuelta al mundo en enero de 2008. Cornell Capa se reencontraba con el alma de su hermano a los 89 años. Después de varios meses y un intenso debate emocional, Trisha había logrado llevar en avión hasta Nueva York los 126 rollos de película de la maleta mexicana.
Tras un largo y minucioso proceso de escaneado y catalogación coordinado desde el ICP de Nueva York, ahora podemos ver en El País Semanal una cuidada selección de lo que había en su interior: más de 4.000 imágenes perdidas y encontradas de Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour sobre la guerra civil española. Muchas de ellas son inéditas. Otras, originales de las que ya conocíamos. Secuencias completas en tiras de negativos que desvelan el proceso creativo de estos maestros de la cámara, su cuaderno de bocetos, la prueba y el error, el camino hasta lograr la foto ideal.
El hallazgo brinda nuevos ecos de la obra del hombre que se inventó a sí mismo. Siempre trepidante. Ligeramente desenfocado. Aquel judío húngaro nacido André Friedmann que soñó vivir muchas vidas. Una de ellas, la de Robert Capa: un conquistador apasionado que odiaba la guerra. Por eso quiso enseñársela al mundo desde cerca. Lo bastante cerca como para que la foto fuera demasiado buena. Volvemos a escuchar el silbido de las balas en primera línea de fuego y las vibrantes arengas a los soldados. «¡Venga, venga!». Brilla el rastro de la sangre en las batallas de Teruel y el río Segre. Y la amarga derrota, la tristeza, el frío y el hambre de los republicanos españoles exiliados que acabaron en campos de refugiados -más parecidos a los de concentración- en el sur de Francia. «A cientos y cientos de miles he visto huir así, en dos países, España y China; y mucho me temo que pronto deberán correr la misma suerte otros cientos de miles que tal vez estén viviendo aún cómodamente en otros países. Es lo que le ha pasado en los últimos años a este mundo en el que queríamos vivir», escribió un visionario Robert Capa hacia el final de la guerra civil española sobre su aproximación al exilio republicano en tierras de Argelès-sur-Mer, Barcarès y Bram.
La maleta mexicana también rescata el aliento de Gerda Taro, nacida Gerta Pohorylles en una familia judía de Alemania y gran amor de Robert Capa, con quien profesó además un ferviente antifascismo. Escenas de la instrucción del nuevo Ejército Popular en Valencia, del frente de Segovia y las últimas incursiones que retrató al cubrir la batalla de Brunete. Allí fue aplastada por un tanque. Murió joven, bella y fuerte, dejando una herida en Capa que nunca logró cicatrizar. Sus instantáneas inéditas realzan la obra de una reportera que tampoco dudó en acercarse lo bastante a la guerra como para que sus fotos fueran sobradamente buenas.
David Seymour, alias Chim, judío polaco y cofundador de la emblemática agencia Magnum junto a sus compinches Capa y Henri Cartier-Bresson, también estuvo allí. Lo atestiguan las huellas de sus pasos junto a los soldados vascos. O su cobertura de la celebración en las calles de Barcelona del 19º aniversario de la revolución rusa, así como los retratos de Dolores Ibárruri, Pasionaria, o el poeta Federico García Lorca. Siguiendo la estela de Capa y Taro, Seymour murió con las botas puestas, abatido por un francotirador en la guerra de Suez el 10 de noviembre de 1956.
Cynthia Young es la comisaria de la exposición sobre estas y otras muchas imágenes de la maleta mexicana que desde el pasado viernes, 24 de septiembre, puede contemplarse en el ICP de Nueva York. Al teléfono en la sede del 113 de la avenida de las Américas, Young explica que la autoría de las fotos encontradas se ha establecido aproximadamente en tercios correspondientes a Capa, Taro y Seymour. «También hay dos rollos de Fred Stein. En cuanto al copyright, el de Capa pertenece al ICP desde que su hermano Cornell murió [en 2008]. El de Taro también permanece en esta institución. Con respecto a Seymour, su sobrino estuvo de acuerdo en cedernos la custodia de su parte de la maleta. Lo mismo ocurrió con Peter Stein, hijo de Fred Stein. En cuanto a la conservación conjunta de todo el material, no tenemos constancia de que se tratase de un reportaje o trabajo común sobre la Guerra Civil. Pero sí delata lo cerca que los tres quisieron estar de las batallas y sus consecuencias». Como tantos otros. De aquí y de fuera. Escritores, periodistas, fotógrafos… Hemingway, Dos Passos, Marta Gellhorn, Agustí Centelles (para muchos, el Capa español), Herbert Matthews, George Orwell…
Young asegura que el ICP no pagó dinero alguno a cambio de la maleta mexicana. La recompensa consistió en la cesión a Benjamín Tarver de los derechos para dirigir un filme sobre la rocambolesca historia. Tarver renunció a esos derechos en favor de Trisha Ziff, quien ha realizado un documental coproducido por el sello catalán Mallerich. Ziff reconoce en conversación telefónica desde México que el ICP le transmitió desde el principio un formidable interés por saber si entre las cajas se escondía el considerado Santo Grial de la fotografía: el negativo del icono de Robert Capa titulado Muerte de un miliciano republicano, parte de cuya película debió de perderse en aquella época de caóticos envíos de rollos en sobres a las redacciones de las revistas. Una larga polémica persigue a esta imagen a raíz de investigaciones que concluyen que fue un montaje. Encontrar la secuencia original ayudaría a disipar dudas. «No vimos aquella foto entre el material», asegura Ziff. «Lo curioso es que cuando Tarver me enseñó las cajas, solo había un casillero vacío; otra cosa es lo que ese casillero pudiera tener».
Aquel casillero vacío sigue hoy provocando curiosidad a Juan Villoro, el escritor mexicano que narró la exclusiva de la maleta mexicana en El Periódico de Catalunya hace dos años y medio. «Fue el único hueco que Trisha y yo divisamos en los compartimentos», recuerda desde Barcelona. «¿Quién sabe si estuvo allí esa secuencia? Lo que todavía no deja de sorprenderme es que en ningún momento nadie del ICP viniera desde Estados Unidos a México a hablar con Tarver sobre todo este material. El viaje hasta Nueva York se habría acortado bastante. De hecho, si Tarver hubiera dicho que tenía la secuencia del miliciano abatido, creo que al día siguiente habría encontrado a alguien del ICP en la puerta de su casa».
el director del icp, Willis Hartshorn, responde al respecto: «En primer lugar, cuando Cornell supo que Tarver tenía aquellos negativos, empezó a enfermar de Parkinson. Le envió una carta y nunca recibió respuesta. Desde un punto de vista institucional, los archivos de Robert Capa pertenecían a su hermano Cornell, así que el ICP no se implicó tanto en aquel momento porque consideró que se trataba de un asunto suyo. La mejor opción fue enviar a Trisha Ziff».
Quizá hoy sabríamos la respuesta a este y otros misterios si alguien hubiera comunicado a Csiki Weisz, el ayudante de laboratorio e íntimo amigo de Robert Capa, que aquellos negativos estaban en Ciudad de México. Weisz vivió allí hasta su muerte en 2006 sin llegar a saber que el botín que un día protegió en Francia permanecía sano y salvo a pocas manzanas de su casa. Gabriel Weisz, de 63 años, escritor y profesor en la Universidad Autónoma de México, es hijo de Csiki Weisz y la artista Leonora Carrington. Desconoce si Cornell Capa quiso esperar a la muerte de su padre para acelerar el proceso de recuperación de la maleta mexicana en 2007. «Quizá no considerara importante que Csiki participase», argumenta Gabriel por teléfono. «Esto viene a ser como una secuela del relato típico que recupera la figura del héroe, del gran artista. Lo cierto es que hubo muchos más fotógrafos que trabajaron en la guerra civil española. Y las cosas no se hacen para construir un gran héroe, algo a lo que mi padre nunca quiso contribuir. Su presencia junto a Capa allí fue fruto de un compromiso político, de querer contar una historia que no fuera la de los franquistas. No hay un gran enigma en todo esto. Simplemente, se trata de personas que guardan cosas de otros».
Enigmas aparte, siguen corriendo ríos de tinta en torno a la expectación que despierta cada nuevo hallazgo tanto de Robert Capa como de la guerra civil española. Si Michael Mann anunciaba el año pasado que llevaría al cine un biopic sobre el mito basado en la novela de Susana Fortes Esperando a Robert Capa (Planeta), este verano el madrileño Círculo de Bellas Artes ha recibido más de 30.000 visitas de la exposición This is war! Robert Capa. Gerda Taro, que antes pasó por Barcelona y Londres. ¿Sabremos más cosas sobre el legendario Bob? «¿Por qué no?», responde la comisaria Cynthia Young desde el ICP de Nueva York.
-¿Incluso sobre el negativo de Muerte de un miliciano republicano?
-Si han aparecido negativos de Capa en Suecia o en los Archivos Nacionales de París, y ahora estos en México… ¿por qué no iba a hacerlo la secuencia original de esa imagen?
un aspecto que tanto el escritor Juan Villoro como la cineasta Trisha Ziff ansían que no quede en el olvido ante la arrebatadora personalidad de los protagonistas de esta odisea es el contexto mexicano. «Estos negativos también hablan del recuerdo emocionado a un país, México, que abrió sus puertas a los exiliados españoles de la Guerra Civil. Ahora ese contexto permanece casi invisible. Mi documental, que estará acabado a principios del año que viene, intenta ahondar sobre asuntos como este», explica Trisha Ziff. «Y sobre cómo, mientras abríamos las cajas de la maleta mexicana, otras personas que querían restablecer la memoria de sus antepasados abrían fosas en España». Para Villoro, «además de la recuperación de obras de tres estrellas de la fotografía, debemos recordar el exilio de muchos republicanos que encontraron la solidaridad de un país». Bien lo sabe Villoro, hijo de barcelonés expatriado en México por la Guerra Civil. Y Trisha, que tuvo un hijo con el fotógrafo Pedro Meyer, descendiente de republicanos exiliados en México.
Villoro todavía mantiene la curiosidad por investigar los flecos que han quedado sueltos en este enredo. Pero prefiere otorgar distancia y detenerse en otras cuestiones interesantes: «¿A quién pertenece una fotografía? ¿A quien la toma, a quien la salva, a quien la ve…?». Trisha Ziff invita desde México a una última reflexión: «¿A quién pertenece la historia?». P
Cuando se han rebasado siete décadas de su comienzo como rebelión militar contra la República, la guerra de España sigue despertando la misma fascinación que movió a tantos escritores, periodistas y fotógrafos a tomar las plumas o las Leicas para dejar testimonio de lo que vivían. No ha habido guerra que haya generado más cantidad de imágenes memorables, de grandes reportajes, de vibrantes transmisiones radiofónicas, de folletos, carteles, discursos, novelas, poesías. Fue una enorme masa de películas, de fotos, de papel impreso con una pregunta de fondo: ¿cómo es posible?
La rebelión militar y la resistencia armada, dejadas a sus propias fuerzas, habrían terminado quizá en una gran matanza de la que los españoles hubieran tenido que salir, agotadas todas sus reservas a finales de 1936, bajo la tutela de la Sociedad de Naciones. Habría quedado así, para la memoria, como el último estallido de barbarie de un país que ya había dado ejemplo, en todo el siglo XIX, de una inagotable crueldad: «Son unos bárbaros», dijo un diplomático del Vaticano al embajador de Francia, refiriéndose al terror desatado en las dos zonas en que se rompió el territorio de la República.
Pero ese probable destino de una nación que, como escribía Francisco Ayala, no contaba para mucho en el mundo, quedó torcido desde las primeras semanas por la aviación, las tropas y las armas enviadas a los rebeldes por Alemania e Italia y la posterior intervención soviética ante el abandono de la República por las potencias democráticas. A partir de ahí, lo que se ventilaba no era sólo una guerra antigua, de religión y de nación, una lucha de clases por las armas; a partir de ahí la guerra de España comenzó a ser una guerra europea en miniatura, un campo de pruebas de la guerra que se cernía de nuevo sobre Europa.
Fue esta secuencia del terror cara a cara al terror caído del cielo, de guerra de fusiles y cañones a guerra de tanques y aviones, lo que mantuvo durante meses y meses a la guerra de España en las páginas de todas las revistas ilustradas: Life, Match, Vu, Regards, L’Illustration. Es una guerra fotogénica, se dijo de ella: a las imágenes de muertos amontonados en cunetas, de estatuas decapitadas, de campesinos cayendo como abrazando la tierra siguieron las de paisanos destrozados en las calles, tanques despanzurrados, pueblos y ciudades arrasados, desfiles militares, obispos brazo en alto. Fue la última guerra por las grandes causas: por la religión, por el fascismo, por el socialismo, por el antifascismo, por la revolución. Cruce de todos los conflictos, los podridos ya por el tiempo y los aún no llegados a sazón.
Ahora, cuando las grandes ideas han agotado su caudal de muerte y destrucción, aquella guerra antigua en la que comenzaron a solventarse conflictos modernos sigue mostrando, en el cine, en la literatura, en las fotos de sus muertos sin enterrar, su inagotable capacidad de fascinación con idéntica pregunta al fondo: ¿cómo fue posible? Y es entonces el momento de contar otra vez la misma historia revolviendo las viejas fotografías.
fascinadosPor Santos Juliá
por la guerra
DETRÁS DE LOS MILICIANOSPor Jorge M. Reverte
Robert Capa era un hombre joven, aventurero, que se implicaba en los conflictos que cubría con su cámara Leica. En la guerra de España alcanzó su madurez profesional. Técnicamente ya era bueno, muy bueno. Pero no lo era desde el punto de vista profesional hasta que la guerra dejó de ser un teatro y se le presentó como una tragedia.
La batalla del Segre, en el verano-otoño de 1938, fue, junto con su viaje a China para cubrir la invasión japonesa, el momento en que su labor se llenó de decencia y serenidad. Atrás quedó el torpe, pero muy eficaz para su carrera, montaje de Lopera, con el miliciano tomado desde delante mientras caía, falsamente, víctima de las balas franquistas. Un montaje que sirvió hasta fechas muy recientes para darle fama universal. Un montaje que desarboló un periodista español, Ernest Alós.
El Segre fue una larga sucesión de batallas que tuvieron un carácter secundario desde su concepción, como frente vivo que sostuviera el esfuerzo principal de la batalla del Ebro. Secundario sólo en eso, porque su envergadura y su coste en vidas fue enorme.
El día 5 de noviembre de 1938, Ernest Hemingway, Herbert Matthews y Capa cruzaron juntos en una barca hasta Mora de Ebro para entrevistar a Enrique Líster. El teniente coronel miliciano les despachó de nuevo a la otra orilla, porque la situación era dura. Los hombres cambiaron su itinerario. Unos, a Barcelona; otros, al Segre, donde otro jefe de milicias comunista, Etelvino Vega, comandaba una ofensiva sobre Lérida con el objetivo inmediato de liquidar la cabeza de puente franquista en Serós. Capa llegó allí y comenzó a disparar su cámara sobre los milicianos que atacaban. Lo hacía desde el punto de vista de la lógica y la verosimilitud: desde atrás.
El día 9 hizo una de las mejores fotos de su vida, la que muestra a un miliciano mientras revienta por la explosión de una bomba. Fue un acto fortuito que coincidiera la explosión con la activación de la cámara. Pero no se habría producido si no hubiera estado allí haciendo fotos sin parar el húngaro de la agencia Magnum.
Al día siguiente, el 10 de noviembre, Capa celebraba junto con Matthews, Hemingway y un escritor americano voluntario en las Brigadas Internacionales, Alvah Bessie, algún acontecimiento privado. Fue un ágape de lujo, en el hotel Majestic. Los periodistas habían estado una semana en el frente, y Capa iba a despachar sus fotos a la agencia, que las vendería a la revista americana Picture Post.
El día 3 de diciembre de 1938 se publicó la instantánea. El pie decía: «Mientras nuestro fotógrafo apretaba el obturador, un proyectil estallaba a veinte pasos de distancia y la tierra se estremecía con la explosión. Casi se puede oler la pólvora en esta foto». La revista no dudó en calificarle desde ese día como el mejor fotógrafo de guerra del mundo.
Se quedó con el título hasta su muerte.
Medio hombre, media mujer y todo el horrorPor Benjamín Prado
Robert Capa era medio hombre y media mujer, a veces un solo artista y a veces dos distintos. El 50% del fotógrafo al que conocemos por ese nombre falso se llamaba en realidad Ernö Friedmann, no era norteamericano como hizo creer a muchos, sino húngaro, y esa identidad se la inventaron él y su novia, la alemana Gerda Taro, nada más conocerse en Francia, donde los dos habían ido huyendo del nazismo, para lograr vender sus obras con menos problemas: todo es más fácil cuando te avala Estados Unidos. El seudónimo fue un atajo para ellos, pero es un laberinto para nosotros, porque hace prácticamente imposible descubrir quién de los dos tomó algunas de sus imágenes más famosas, por ejemplo la del miliciano abatido en Córdoba durante la guerra civil española, que mientras cae no puede responder a tantas preguntas: ¿Esta escena es real o fue un montaje? ¿Eres el anarquista que dicen que fuiste o eres otra persona? ¿Quién disparó su cámara, Gerda o Ernö? Todo eso es interesante, pero no importante: en la literatura y en cualquier otro tipo de arte que merezca la pena, lo que importa no es lo que las cosas son, sino lo que simbolizan, y esa ley sirve para las fotos de los Capa y para el Guernica, del que a nadie se le ocurriría preguntar a qué especie pertenecía el toro que pintó Picasso o si lo que hay en el centro del óleo es una yegua o un caballo.
Lo trascendente del trabajo que Gerda y Ernö llevaron a cabo en España no son los personajes, sino el drama, y el hecho de que aquellos sean por lo general seres anónimos le da una dimensión mayor a la obra que tuvieron que interpretar a la fuerza: al mirarlos, no vemos a un héroe, sino el valor; no vemos un cadáver, sino la muerte; no vemos a unos vencidos, sino la derrota. Las secuencias de esa derrota que se conocían y las que han aparecido en la célebre maleta de Robert Capa que se encontró hace un par de años y que contenía numerosos negativos de instantáneas tomadas mientras se producía la retirada del ejército republicano muestran una desolación que, como la célebre navaja de Luis Buñuel, corta por la mitad los ojos de quien las observa. Es difícil retratar con tanta profundidad el abatimiento y la desesperanza, y si Ernö lo consiguió, indudablemente a solas porque para entonces él ya era todo Robert Capa, tal vez fuera porque aquel dolor de otros era su autobiografía: Gerda había muerto en el frente de batalla, en julio de 1937, al caer de un coche desde el que fotografiaba a las tropas y ser arrollada por un tanque.
El Guernica no es un cuadro sobre un solo bombardeo y una sola ciudad, ni las fotografías de Robert Capa hablan de un solo ejército vencido y de una sola huída. Lo que las hace únicas es que son nada más que un ejemplo, porque su poder es el de representar el horror de todas las guerras. La madre con la maleta al hombro y el niño agarrado de la falda; la que mira al cielo temiendo que lluevan las balas; la que llora vestida de negro al marido muerto en medio de la calle; los chicos que juegan a fusilar a otros chicos y en este caso los miles de prófugos en busca de una frontera que los salvase de los asesinos… No necesitamos saber sus nombres y sus apellidos, ni si los fotografió un hombre, una mujer o las dos cosas. Son los perdedores, pero sobre todo son la pérdida. En sus rostros se puede leer todo lo que les ha pasado y todo lo que les espera.